LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA
Los ejércitos francés, británico y portugués durante la guerra de la Independencia
La Infantería Británica, los famosos ‘casacas rojas’, se convirtieron durante la guerra en un sobresaliente rival de los franceses.
Arsenio García Fuertes Ponferrada Profesor del IES Obispo Argüelles
A la Península Ibérica las Guerras Napoleónicas llegarían en 1807. En ese año, y en virtud del Tratado de Fontainebleau, el Ejército Imperial entraría en España para invadir (en conjunción con el Ejército Real Español) Portugal.
Las ambiciones desmesuradas de Napoleón, deseoso de arrebatar la corona de Portugal a los Braganza y la de España a (sus hasta entonces aliados), los Borbones, harían trocar en la primavera de 1808 las alianzas militares. Los amigos de ayer, los franceses, se convirtieron en enemigos, mientras que los portugueses y británicos pasarían a ser aliados.
Para la historia de Francia, la “Guerra de España” siempre ha sido vista con la mala conciencia de una guerra infame emprendida a traición contra un antiguo aliado. Una guerra alejada de los oropeles de glorias y victorias de las campañas llevadas a cabo contra prusianos, rusos, austriacos, suecos o napolitanos. La guerra se iría convirtiendo con los años en una pesadilla para los franceses que se desangraron en un conflicto interminable.
Por parte británica, su intervención militar en la Península (imprescindible para la victoria final en 1814) nunca respondió a un desinteresado deseo de auxilio a Portugal o España, sino a sus propios intereses estratégicos en su lucha contra la hegemonía francesa en Europa.
EL EJÉRCITO IMPERIAL FRANCÉS
La Grand Armée fue una de las mayores, y más impresionantes, fuerzas armadas de la Historia. Ejército creado con mimo por Napoleón, fue con sus más de 600.000 soldados de varias nacionalidades, el principal instrumento en sus anhelos de unificar Europa por la fuerza de las armas, bajo la hegemonía francesa y las ideas de la Revolución.
El éxito de los Ejércitos Franceses radicaba en la gran experiencia de combate adquirida por sus generales y comandantes desde las guerras de la Revolución. Obligados a luchar por la supervivencia de la República y de sus libertades, los franceses crean la llamada “Nación en Armas”: grandes ejércitos nutridos de miles de reclutas animados a luchar no por un rey, sino por un nuevo orgullo nacional, el patriotismo de los pueblos libres del que hablaba Robespierre, capaz de batir a los ejércitos profesionales de mercenarios de los monarcas europeos.
Napoleón modernizó los ejércitos franceses incrementando el número de piezas de artillería; igualmente hizo de su caballería la mejor de Europa volviéndola a dotar de armas blancas (en detrimento de las de fuego) para proporcionarle la fuerza de choque y ruptura que había tenido en otras épocas.
Por su parte la infantería vio mejorada su instrucción con tácticas de ataque agresivas en columnas, protegidas por el fuego abrumador de la artillería.
Ningún ejército europeo tendrá la capacidad del francés para avanzar de la manera tan rápida en la que lo hacía, desbordando los flancos enemigos y rodeando, a veces, a ejércitos enteros. Napoleón desarrolló también la organización en Divisiones y Cuerpos de Ejército, que marchaban por separado para avituallarse mejor y desplazarse más rápido. Estos cuerpos militares eran capaces de reunirse a gran velocidad en un punto concreto del frente enemigo para atacar y batir, con una superioridad irresistible, a sus oponentes.
Sin embargo, estos logros se consiguieron renunciando a dotar al ejército francés de los lentos sistemas de intendencia y suministro. Ello hizo que los ejércitos imperiales tuvieran que echar mano del saqueo y pillaje sobre los países (aliados o enemigos) por los que avanzaban, ganándose así los odios de los Pueblos a los que pretendían liberar.
En ningún otro país de Europa los ejércitos franceses causarían más destrucción y robos que en España. Movidos por una gran codicia, muchos de los mismos mariscales y generales franceses se harían famosos como grandes ladrones de los grandes tesoros artísticos españoles que hoy adornan numerosos museos extranjeros.
LOS EJÉRCITOS BIRTÁNICO Y PORTUGUÉS
Tradicionalmente, la política británica, reforzada por su insularidad, le llevó a dotarse de una gran Armada y un pequeño y excelente Ejército Profesional de Voluntarios. El ejército aliado británico, a pesar de su fracaso inicial en su primera campaña al mando de John Moore, demostraría ser un oponente superior en batalla a las fuerzas imperiales francesas.
Bien dirigidas por Wellington, las tropas británicas (regimientos ingleses, escoceses, galeses, irlandeses e, incluso de “norteamericanos leales”), junto con mercenarios alemanes (la Legión Alemana del Rey) y cuerpos enteros formados por soldados portugueses (los famosos regimientos ligeros de Caçadores,) formarían una sólida infantería muy bien adiestrada para el combate en línea de fuego de mosquetería. Las tradicionales columnas de asalto francesas nunca conseguirían romper las sólidas formaciones de Wellington.
Igualmente, la infantería ligera británica (los célebres casacas verdes), dotada de precisos rifles rayados, demostraría constantemente su superioridad sobre los voltigeurs franceses. La artillería británica era también de gran solvencia, no así la caballería que siempre se demostró muy inferior (en disciplina, adiestramiento y mando) a la francesa.
El mayor defecto del Ejército Británico radicaba precisamente en su profesionalismo. Nunca pudo contar con los ingentes efectivos que llevaban a campaña los franceses. Es por ello que este pequeño ejército hubo de reforzarse durante la guerra con regimientos portugueses que llegarían a integrar, al final de la misma, hasta el 40% de los efectivos totales.
Igualmente, las tropas británicas serán tan famosas por su valor y disciplina en combate como por ser proclives a caer en el mayor desorden y darse al saqueo (cometiendo los mayores actos de salvajismo contra la propia población civil española) en cuanto faltaban los víveres o se realizaba un asalto a alguna ciudad en manos imperiales (los saqueos de Ciudades Rodrigo, Badajoz y San Sebastián quedarán en los anales más negros de la historia militar británica).
El estar integrada su tropa, en muchos casos, por lo peor de la sociedad británica, obligaba a sus mandos a imponer una disciplina salvaje que incluía el uso normal del látigo para cualquier falta. Método desechado desde hacía años en los ejércitos franceses y españoles.
En el caso de los portugueses, su pequeño ejército había sido disuelto tras la primera invasión francesa de 1807. Con la liberación del país, luego de las victorias británicas en Roliça y Vimeiro, sería el general británico William Beresford el encargado de reconstruirlo. Bien adiestrado y equipado por los británicos, los nuevos regimientos portugueses se convertirían en un elemento imprescindible para Wellington, quien no vaciló en definirlos como los “gallos de pelea” de su ejército.
Dotados de un valor más sereno que el de sus apasionados hermanos peninsulares, los españoles siempre tendrán una deuda de gratitud con ellos. Tras la liberación de Portugal en 1811, miles de soldados portugueses entrarían en España para ayudar a la expulsión de los franceses de la Península, avanzando incluso hasta el sur de Francia en 1814.
A la Península Ibérica las Guerras Napoleónicas llegarían en 1807. En ese año, y en virtud del Tratado de Fontainebleau, el Ejército Imperial entraría en España para invadir (en conjunción con el Ejército Real Español) Portugal.
Las ambiciones desmesuradas de Napoleón, deseoso de arrebatar la corona de Portugal a los Braganza y la de España a (sus hasta entonces aliados), los Borbones, harían trocar en la primavera de 1808 las alianzas militares. Los amigos de ayer, los franceses, se convirtieron en enemigos, mientras que los portugueses y británicos pasarían a ser aliados.
Para la historia de Francia, la “Guerra de España” siempre ha sido vista con la mala conciencia de una guerra infame emprendida a traición contra un antiguo aliado. Una guerra alejada de los oropeles de glorias y victorias de las campañas llevadas a cabo contra prusianos, rusos, austriacos, suecos o napolitanos. La guerra se iría convirtiendo con los años en una pesadilla para los franceses que se desangraron en un conflicto interminable.
Por parte británica, su intervención militar en la Península (imprescindible para la victoria final en 1814) nunca respondió a un desinteresado deseo de auxilio a Portugal o España, sino a sus propios intereses estratégicos en su lucha contra la hegemonía francesa en Europa.
EL EJÉRCITO IMPERIAL FRANCÉS
La Grand Armée fue una de las mayores, y más impresionantes, fuerzas armadas de la Historia. Ejército creado con mimo por Napoleón, fue con sus más de 600.000 soldados de varias nacionalidades, el principal instrumento en sus anhelos de unificar Europa por la fuerza de las armas, bajo la hegemonía francesa y las ideas de la Revolución.
El éxito de los Ejércitos Franceses radicaba en la gran experiencia de combate adquirida por sus generales y comandantes desde las guerras de la Revolución. Obligados a luchar por la supervivencia de la República y de sus libertades, los franceses crean la llamada “Nación en Armas”: grandes ejércitos nutridos de miles de reclutas animados a luchar no por un rey, sino por un nuevo orgullo nacional, el patriotismo de los pueblos libres del que hablaba Robespierre, capaz de batir a los ejércitos profesionales de mercenarios de los monarcas europeos.
Napoleón modernizó los ejércitos franceses incrementando el número de piezas de artillería; igualmente hizo de su caballería la mejor de Europa volviéndola a dotar de armas blancas (en detrimento de las de fuego) para proporcionarle la fuerza de choque y ruptura que había tenido en otras épocas.
Por su parte la infantería vio mejorada su instrucción con tácticas de ataque agresivas en columnas, protegidas por el fuego abrumador de la artillería.
Ningún ejército europeo tendrá la capacidad del francés para avanzar de la manera tan rápida en la que lo hacía, desbordando los flancos enemigos y rodeando, a veces, a ejércitos enteros. Napoleón desarrolló también la organización en Divisiones y Cuerpos de Ejército, que marchaban por separado para avituallarse mejor y desplazarse más rápido. Estos cuerpos militares eran capaces de reunirse a gran velocidad en un punto concreto del frente enemigo para atacar y batir, con una superioridad irresistible, a sus oponentes.
Sin embargo, estos logros se consiguieron renunciando a dotar al ejército francés de los lentos sistemas de intendencia y suministro. Ello hizo que los ejércitos imperiales tuvieran que echar mano del saqueo y pillaje sobre los países (aliados o enemigos) por los que avanzaban, ganándose así los odios de los Pueblos a los que pretendían liberar.
En ningún otro país de Europa los ejércitos franceses causarían más destrucción y robos que en España. Movidos por una gran codicia, muchos de los mismos mariscales y generales franceses se harían famosos como grandes ladrones de los grandes tesoros artísticos españoles que hoy adornan numerosos museos extranjeros.
LOS EJÉRCITOS BIRTÁNICO Y PORTUGUÉS
Tradicionalmente, la política británica, reforzada por su insularidad, le llevó a dotarse de una gran Armada y un pequeño y excelente Ejército Profesional de Voluntarios. El ejército aliado británico, a pesar de su fracaso inicial en su primera campaña al mando de John Moore, demostraría ser un oponente superior en batalla a las fuerzas imperiales francesas.
Bien dirigidas por Wellington, las tropas británicas (regimientos ingleses, escoceses, galeses, irlandeses e, incluso de “norteamericanos leales”), junto con mercenarios alemanes (la Legión Alemana del Rey) y cuerpos enteros formados por soldados portugueses (los famosos regimientos ligeros de Caçadores,) formarían una sólida infantería muy bien adiestrada para el combate en línea de fuego de mosquetería. Las tradicionales columnas de asalto francesas nunca conseguirían romper las sólidas formaciones de Wellington.
Igualmente, la infantería ligera británica (los célebres casacas verdes), dotada de precisos rifles rayados, demostraría constantemente su superioridad sobre los voltigeurs franceses. La artillería británica era también de gran solvencia, no así la caballería que siempre se demostró muy inferior (en disciplina, adiestramiento y mando) a la francesa.
El mayor defecto del Ejército Británico radicaba precisamente en su profesionalismo. Nunca pudo contar con los ingentes efectivos que llevaban a campaña los franceses. Es por ello que este pequeño ejército hubo de reforzarse durante la guerra con regimientos portugueses que llegarían a integrar, al final de la misma, hasta el 40% de los efectivos totales.
Igualmente, las tropas británicas serán tan famosas por su valor y disciplina en combate como por ser proclives a caer en el mayor desorden y darse al saqueo (cometiendo los mayores actos de salvajismo contra la propia población civil española) en cuanto faltaban los víveres o se realizaba un asalto a alguna ciudad en manos imperiales (los saqueos de Ciudades Rodrigo, Badajoz y San Sebastián quedarán en los anales más negros de la historia militar británica).
El estar integrada su tropa, en muchos casos, por lo peor de la sociedad británica, obligaba a sus mandos a imponer una disciplina salvaje que incluía el uso normal del látigo para cualquier falta. Método desechado desde hacía años en los ejércitos franceses y españoles.
En el caso de los portugueses, su pequeño ejército había sido disuelto tras la primera invasión francesa de 1807. Con la liberación del país, luego de las victorias británicas en Roliça y Vimeiro, sería el general británico William Beresford el encargado de reconstruirlo. Bien adiestrado y equipado por los británicos, los nuevos regimientos portugueses se convertirían en un elemento imprescindible para Wellington, quien no vaciló en definirlos como los “gallos de pelea” de su ejército.
Dotados de un valor más sereno que el de sus apasionados hermanos peninsulares, los españoles siempre tendrán una deuda de gratitud con ellos. Tras la liberación de Portugal en 1811, miles de soldados portugueses entrarían en España para ayudar a la expulsión de los franceses de la Península, avanzando incluso hasta el sur de Francia en 1814.
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